Paola y Natalia: cómo es parir en contextos de violencia

La violencia obstétrica no distingue clases sociales. Se presenta en el sistema de salud público y también en el privado. Dos historias en primera persona recuerdan como era parir antes de la sanción de la Ley de Parto Respetado, que demoró once años en entrar en vigencia, y aun hoy no garantía derechos en la práctica.  

Por Sheila Marisol Cáceres*

Cada día ingresan en los hospitales innumerables mujeres  embarazadas para afrontar el momento del  parto. Listas o no, la hora llega. Pocos saben lo que hay detrás de ellas: el entorno, las historia, las personalidades. Nada de eso parece importar. Desde el momento en que cruzan  las puertas del hospital, se convierten en “las  pacientes”. Su camino, su suerte y sus cuerpos están sujetos  a papeleos, firmas  y protocolos.

Tiempo atrás, era común que el parto fuera realizado en los hogares. Las comadronas, la privacidad  y las creencias eran participes fundamentales del momento. Sin embargo, esas circunstancias fueron cambiando. Había muchas muertes e  infecciones y los partos se empezaron a hacer en hospitales. Claro que quienes tenían el dinero y el estatus podían pagaban un doctor que las asistiera en casa. Pero eran muy pocas. Con el tiempo se normalizó parir en centros de salud. Eso se convirtió en lo correcto. Los centros de salud ofrecían seguridad y bienestar tanto a madres como a hijos.

El peligro sin embargo, circula en todos lados, y no distingue momentos ni clases sociales.  Mucho menos el lugar del parto. Los centros de salud son testigos de realidades crudas, humillaciones, hostilidad, maltratos y hasta de pérdidas. Muchas veces las historias terminaron con vientres vacíos. Con madres  que acunaron la impotencia de verse protagonistas de dramas evitables.

Paola

Paola vive en el departamento Silípica, en una pequeña  localidad a treinta kilómetros de la cuidad capital de Santiago del Estero. En 2022 tiene el cabello negro con surcos blancos, las líneas del rostro bien marcadas. Casi cuarenta y cinco años. Sentada en el comedor de su casa, con sus manos apoyadas en un mantel de flores estampadas, Paola recuerda aquel otoño de 1996 que marcaría el resto de su vida.

“Tenía  diecisiete años cuando quedé embarazada de un joven mayor que yo. Fue un embarazo complicado en todos los sentidos, comenzando por el hecho de que recién a los seis meses me enteré de que estaba esperando un hijo. Yo no pensé que existía esa posibilidad porque durante esos meses había tenido sangrados que confundí con mi período. Y tampoco se me notaba mucho la panza”.

Ella recuerda que, a sus diecinueve años, aquel embarazo generó  conmoción en su casa: “Mi papá no me podía mirar y si lo hacía yo notaba su tristeza. Por eso no  hablaba mucho con ellos y transité los meses restantes en soledad”. Paola hizo una pausa, respiró  hondo y recordó: “El día que comencé con los dolores no le quise decir nada a ellos. Me aguanté, no quería ocasionarles más problemas”. Recién cuando no pudo soportar más le confesó a su familia lo que pasaba y la llevaron al sanatorio Belgrano, un sanatorio privado de la capital que algunos años más tarde cerraría sus puertas sobrepasado por demandas de sus pacientes.

Cuando Paola llegó allí esperó que la atendiera algún médico, pero eso no pasó.

“Nunca me fue a ver nadie, me mantuvieron aguantando el dolor. Yo quería una cesárea, pero me la negaron. Después al menos una inyección para el dolor, pero tampoco. Caminé por dos días en la clínica, hasta que finalmente me llevaron a la sala de parto”.

“Cuando entro en labor, el parto es seco .Yo ya había perdido todo el líquido. Estaba muy debilitada porque esos dos días habían sido difíciles y el trato no era bueno. Hoy que soy una mujer grande lo entiendo. Y pienso que es un milagro que mi hijo esté vivo”.

Dadas las circunstancias, a Paola la tuvieron que hacer parir con fórceps, una práctica que se realizaba en los partos instrumentales y que consistía en ingresar dos pinzas en forma de cucharas y colocarlas en la cabeza del bebé para así poder sacarlo a tiempo.

“Durante el proceso tuvieron que cortarme desde la vagina hasta el ano, allí perdí mucha sangre,” dijo, recordando la episiotomía, que es una cirugía menor y poco común, debido a los riesgos de desgarro, hemorragias o infecciones. Paola dijo que la invadió un sentimiento de derrota: “Quise rendirme, decir basta. Sabía que si yo me rendía mi hijo se iba conmigo, pero no quería seguir. La hora se había pasado para los dos”.

Paola no escuchó el llanto del bebé en la sala. Su hijo no respiraba. El personal de salud lo rodeó y ella, inmóvil desde su lugar, se dio cuenta de que algo pasaba. Le preguntó a una enfermera cómo estaba su hijo pero no recibió más que un largo silencio. Un silencio desesperante. Hasta que le dijeron que su hijo estaba bien.

A ella, en cambio, le restaba aún un largo camino.

En medio del agotamiento físico y mental, se le presentó otro problema. La placenta se había quedado pegada en su interior. Casi desmayada en sala de parto, sintió cómo tironeaban de aquel órgano que había cobijado a su hijo durante nueve meses.

“Un enfermero puso su rodilla encima de mi abdomen y el resto tiró fuerte. Sentí como todo se movía adentro – recuerda Paola, con las manos sobre el mantel florido – sentí que yo era un animal. Lo único que pensé fue que ya habían hecho tanto conmigo que no les importaba matarme”.

 Luego  de expulsar la placenta, Paola permaneció inconsciente por tres días recibiendo transfusiones de sangre: “Cada vez que me despertaba me volvía a desmayar. No tenía fuerzas. De vez en cuando me sentaban en la cama para ver si podía permanecer al menos un minuto. De esa forma se daban cuenta si yo estaba mejorando o no”.

Durante su recuperación, las cosas no parecían mejorar. Más situaciones se sumaban a la lista de descuidos: “Yo no tenía fuerzas ni siquiera para hablar. En un momento me orine encima y la enfermera se enojó mucho. Comenzó a gritarme junto con mi novio, que me estaba acompañando, pero ellos no entendían lo que yo estaba viviendo. Ese fue el último maltrato que recibí”. Una semana después, la joven Paola recibió el alta, pero su bebé continúo en neonatología por varios días más.

 Luego de aquel trauma ella comenzó  su maternidad con depresión postparto. La conmoción y la falta de empatía de las personas que la rodeaban trajeron consecuencias físicas y psicológicas a largo plazo: dos décadas después le diagnostican un problema en el útero que según su ginecólogo era producto del parto que le habían realizado en ese tiempo.

Foto ilustrativa: Diego Leguizamón.

Hoy todo aquello quedo en el pasado, la doctora que estuvo a cargo recibió varias demandas por mala praxis y aquel sanatorio desapareció.  Paola vive una vida tranquila. Logró construir su casa sola y educar a su hijo: “Él fue lo mejor que le paso en la vida”, dice orgullosa.

Paola dio a luz en un sanatorio privado, pero eso no le aseguró mejor trato o atención. Un estudio llevado a cabo en el año 2017  por la Comisión Nacional Coordinadora de Acciones para la Elaboración de Sanciones de  Violencia de Género (Consavig)  indica que el 64 % de las prácticas, situaciones o condiciones de atención que incurren en violencia obstétrica, se dan en instituciones privadas, y el 36% en instituciones públicas.

Paola tuvo la misma atención que Natalia, una mujer a quien le tocó parir en el sistema de salud público. 

Natalia

Natalia es una mujer esbelta de cabello negro y carisma desbordante. Al igual que Paola vivió la mayor parte de su vida en el campo de Silípica, Luego del nacimiento de su primera hija se esforzó por lograr alcanzar su título de maestra, y quizás por eso habla con un tono alto y claro: “Yo tuve mi hija a los 21 años, siento que al ser chicas todo es peor porque una es más vulnerable y temerosa”. Iba y venía a sola a una UPA que quedaba a siete kilómetros de su casa. Allí le hacían los controles y nunca fue al hospital de la ciudad hasta el día que le tocó parir.

Su novio la había dejado cuando ella quedó embarazada. Su padre, un pequeño productor agropecuario, la acompañó recién el día que empezó con las contracciones y la llevó al hospital de la ciudad en la camioneta que usaba para hacer el reparto de la cosecha. Era mayo de 2001, uno de los pocos meses fríos del año en Santiago.

“A mí me jugó en contra la falta de experiencia – recuerda Natalia – fui muy temprano. Me faltaba mucho todavía para dar a luz”. Durante la internación no tuvo complicaciones. Su familia entraba a verla y podía quedar con un acompañante. Los problemas comenzaron en el momento que tuvieron que aislarla en otro sector.

“Era la sala de dilatación – cuenta Natalia – ahí había muchas mujeres en mi situación. Todas con las piernas levantadas. Yo recuerdo que tenía mucho dolor. Una enfermera fue, me puso suero y me inyectó algo que nunca he sabido qué era”.

Las horas pasaban y la joven Natalia comenzó a sentir las contracciones cada vez más fuertes. “Quería pedir ayuda pero no veía a nadie del personal. Eentonces hice un esfuerzo y me levanté para buscarlos. Entré a una sala y los encontré a todos juntos. Si yo no los iba a buscar a mi hija le pasaba la hora”. Luego de irrumpir en la charla de los médicos, Natalia fue controlada y trasladada a la sala de parto.

Preguntó si podía pasar alguien de su familia para acompañarla durante el nacimiento, pero no se lo permitieron: “Recuerdo que una vez ahí me empezaron a decir que haga fuerza. Yo sentía cómo se me clavaba la vía que tenía en el brazo pero igual seguía, no sabía cómo hacerlo, era madre primeriza. Llega un momento durante el parto, que a causa de la fuerza empiezo a defecar. Entonces la doctora que estaba a cargo se escandaliza”. Para Natalia  la situación fue humillante: “Fue horrible, en ese momento empezaron los gritos, me empezaron a decir que si no pujaba bien íbamos a pasar al fórceps”.  Escuchar esas palabras le  infundió  temor. Era como una amenaza: “Me asusté. Entonces aunque no daba más hice fuerza hasta que nació mi beba. Mi hija al principio no respiraba pero gracias a Dios pudo estar bien y luego me la entregaron”.

Foto ilustrativa: Diego Leguizamón

Una vez fuera de la sala de parto, Natalia decidió permanecer en el hospital solo doce horas más: “Me dijeron que si me iba ellos no se hacían cargo de nada de lo que me pase después. No me importó. No quería estar más ahí. Me fui aunque no me dieron el alta. Firme un papel y salí”.

Tiempo después volvió a quedar embarazada y decidió tener su próximo hijo en otro lugar. Decidió ir al hospital de la ciudad de La Banda, aunque eso implicara para ella más de una hora  de viaje desde Silípica.

Después de aquellos años de joven madre, Natalia estudió incansablemente para cumplir su sueño de ser “la seño Naty”. Se recuperó emocionalmente del abandono que sufrió en su juventud y se casó en una hermosa boda con Ricardo, el padre de su segundo hijo, que trajo al mundo a través de un parto asistido por profesionales que la trataron cálidamente.  A aquella experiencia la definió como “un momento maravilloso”.

Cuando la ley no alcanza

Historias como las de Paola y Natalia eran comunes a principios del siglo XXI. Demasiado comunes. Tanto que debió avanzarse en una ley que protegiera a las madres de los malos tratos en el sistema de salud. El Congreso de la Nación sancionó en 2004 la Ley 25.929 sobre el parto respetado. Pero la norma entró en vigencia recién en 2015. Se buscó con ella garantizar información, compañía y respeto a madres e hijos.

Sin embargo las medidas tomadas no fueron suficientes para incidir en un sistema de salud que tenía sus propias reglas. En 2017 salió a la luz el testimonio de Agustina Petrella, una mujer de la ciudad de Buenos Aires que fue la primera en realizar una demanda civil por violencia obstétrica en el país.

Después de un primer parto traumático, Agustina escuchó sobre la ley de partos respetados y decidió elaborar pautas a seguir durante el nacimiento de su segunda hija, que presentó a los médicos de una clínica privada del barrio de Palermo. Los pedidos eran los siguientes: que en la sala haya luces bajas y silencio, que de realizarse una cesárea no hubiera ninguna cortina de modo que ella pudiera observar el nacimiento de su bebé, y una vez culminado el nacimiento colocaran a su hija en su pecho y las dejaran juntas durante una hora.

Nada de eso sucedió. Agustina no imaginó que después de enviar la nota la condenarían a una ola de maltratos, como los que sufrió desde que ingresó en la clínica hasta que le dieron el alta. Para los médicos, lo que Agustina pedía no eran más que “caprichitos”.

Aquel caso evidenció públicamente lo que muchas mujeres de todo el país atraviesan. Según Consavig, el 82% de la violencia obstétrica se produce por tratos deshumanizados.

Santiago del Estero no es la excepción. Y hoy las cosas no parecen haber cambiado demasiado. Un equipo de investigación de la Universidad Nacional de Santiago del Estero realizó una investigación sobre el tema que se publicó recientemente en la Revista Yachay. Allí se muestran los resultados de encuestas realizadas a 38 estudiantes avanzados  de la Licenciatura en Obstetricia: el 95% de este grupo, que realizaba su residencia en el sistema provincial de salud, observó situaciones de gritos, insultos, descalificaciones o amenazas a las mujeres en situación de parto.

Quizás ahora mismo una mujer cruza la puerta de un centro de salud y se convierte en paciente: ingresa con dolores de  parto y espera a que la atiendan. Quizás pueda en el futuro describir la experiencia como un “momento maravilloso”. O quizás no. Hoy, aun con la ley vigente, el sistema de salud tecnocrático sigue en pie y no es seguro con qué pueda encontrarse.

* Estudiante de segundo año de la Escuela Superior de Periodismo Mariano Moreno, en Santiago del Estero. Su trabajo fue finalista del Primer Concurso Santiagueño de Periodismo en Profundidad.